estas entrando en la zona descozonida...........buuuuuuuuuuuuu uaaaaaaaaaaaaaa


Guillermo Cabrera Infante (Micro-cuento)
-Usté, vamo. -¿Qué pasa? -El salgento que lo quiere ver. -¿Para qué? -¡Cómo que pa qué! Vamo, vamo. Andando. -Salgento, aquí está éte. -Está bien, retírate. ¿Qué, cómo anda esa barriga? Duele, ¿no verdá? Ah, pero te acostumbras, viejo. Dos o tres sacudiones más y nos dices todo lo que queremos. -Yo no sé nada sargento. Se lo juro y usted lo sabe. -No tiene que jurar, mi viejito. Nosotros te creemos. Nosotros sabemos qué tú no tienes nada que ver con esa gente. Pero te he traído aquí para preguntarte otra cosa. Vamo ver: ¿tú sabes nadar? -¿Qué? -Que si sabes nadar, hombre. Nadar. Así. -Bueno, sargento… yo… -¿Sabes o no sabes? -Sí. -¿Mucho o poco? -Regular. -Bueno, así me gusta, que sea modesto. Bueno, pues prepárate para una competencia. Ahora por la madrugá vamo coger una lancha y te vamo llevar mar afuera y te vamo echar al agua, a ver hasta dónde aguantas. Yo ya he hecho una apuestica con el cabo. No, hombre, no pongas esa cara. No te va a pasar nada. Nada más que una mojá. Después nosotros aquí te esprimimos y te tendemos. ¿Qué te parece? Di algo, hombre, que no digan que tú eres un pendejo que le tiene miedo al agua. Bueno, ahora te vamos devolver a la celda. Pero recuerda: por la madrugá eh. ¡Cabo, llévate al campión pal calabozo y ténmelo allá hasta que te avise! Oye: y va la apuesta.

bUSC@ lo que se te cante, aca mandaN LOS ÑOÑOS y las BRuja@s !!!!

lunes, 11 de enero de 2010

truman capote

1.-música para camaleones
I.-Música para camaleones
(Music for Chameleons)
Es alta y esbelta, quizá de setenta años, pelo plateado y soigné, ni negra ni blanca, del color oro pálido del ron. Es una aristócrata de la Martinica que vive en Fort de France, aunque también tiene un piso en París. Estamos sentados en la terraza de su casa, graciosa y elegante, que parece hecha de encajes de madera: me recuerda a ciertas casas antiguas de Nueva Orleáns. Bebemos té de menta con hielo, levemente sazonado de ajenjo.
Tres camaleones verdes echan carreras a través de la terraza; uno se detiene a los pies de madame chasqueando su ahorquillada lengua, y ella comenta:
—Camaleones. ¡Qué excepcionales criaturas! La manera en que cambian de color. Rojo. Amarillo. Lima. Rosa. Espliego. ¿Y sabía usted que les gusta mucho la música? —me contempla con sus bellos ojos negros—. ¿No me cree?
A lo largo de la tarde me ha contado muchas cosas curiosas. Que, por las noches, su jardín se llena de enormes mariposas nocturnas. Que su chofer, un digno personaje que me ha conducido a su casa en un Mercedes verde oscura, había envenenado a su mujer y luego se había fugado de la Isla del Diablo. Y me ha descrito un pueblo en lo alto de las montañas del norte que esta enteramente habitado por albinos: individuos menudos, de ojos rosados, blancos como la tiza. De vez en cuando se ven algunos por las calles de Fort de France.
—Si, claro que la creo.
Ladea su cabeza plateada.
—No, no me cree. Pero se lo demostrare.
Diciendo esto, entra resueltamente en su fresco salón caribeño, una estancia umbría con ventiladores que giran suavemente en el techo, y se coloca ante un piano bien afinado. Yo sigo sentado en la terraza, pero puedo observarla: una mujer elegante, ya mayor, producto de sangres diversas. Empieza a tocar una sonata de Mozart.
Finalmente, los camaleones se amontonan: una docena, otra más, verdes la mayoría, algunos escarlata, espliego. Se deslizan por la terraza y entran correteando en el salón: un auditorio sensible, absorto en la música que suena. Y que entonces deja de sonar, pues mi anfitriona se yergue de pronto, golpeando el suelo con el pie, y los camaleones sales disparados coma chispas de una estrella en explosión.
Ahora me mira.
—Et maintenant? C'est vrai?
—En efecto. Pero resulta muy extraño.
Sonríe.
—Alors. Toda la isla flota en lo extraño. Esta misma casa esta encantada. La habitan muchos fantasmas. Y no en la oscuridad. Algunos aparecen en pleno día, con toda la insolencia que pueda imaginarse. Impertinentes.
—Eso también es corriente en Haití. Allá, los fantasmas se pasean a la luz del día. Una vez vi una horda de fantasmas que trabajaban en el campo, cerca de Petionville. Quitaban insectos de las plantar de café.
Ella lo acepta como un hecho, y continúa:
—Oui. Oui. Los haitianos dan empleo a sus muertos. Son famosos por eso. Nosotros los abandonamos a sus penas. Y a sus alegrías. Tan vulgares, los haitianos. Tan criollos. Y uno no puede bañarse allí, los tiburones son muy imponentes. Y los mosquitos: ¡qué tamaño, que audacia! Aquí, en la Martinica, no tenemos mosquitos. Ni uno.
—Lo he notado; me ha sorprendido.
—Y a nosotros. La Martinica es la única isla del Caribe que no esta atormentada por los mosquitos, y nadie puede explicárselo.
—Quizá se los traguen todas las mariposas nocturnas.
Se ríe.
—O los fantasmas.
—No. Creo que los fantasmas preferirían las mariposas.
—Si, las mariposas nocturnas quizá sean más alimento fantasmal. Si yo fuera un fantasma hambriento, preferiría comer cualquier cosa antes que mosquitos. ¿Quiere usted mas hielo en su vaso? ¿Ajenjo?
—Ajenjo. Es algo que no podemos conseguir en mi país. Ni siquiera en Nueva Orleáns.
—Mi abuela paterna era de Nueva Orleáns.
—La mía también.
Mientras escancia ajenjo de una destellante botella esmeralda, sugiere:
—Entonces, quizá seamos parientes. Su nombre de soltera era Dufont. Alouette Dufont.
—¿Alouette? ¿De veras? Muy bonito. Conozco a dos familias Dufont en Nueva Orleáns, pero no estoy emparentado con ninguna de ellas.
—Lastima. Hubiera sido divertido llamarle primo. Alors. Claudine Paulot me ha dicho que esta es su primera visita a la Martinica.
—¿Claudine Paulot?
—Claudine y Jacques Paulot. Los conoció la otra noche, en la cena del gobernador.
Me acuerdo: el era un hombre alto y guapo, el primer presidente del Tribunal de Apelación de la Martinica y la Guyana francesa, que comprende la Isla del Diablo.
—Los Paulot. Si. Tienen ocho hijos. El es muy partidario de la pena de muerte.
—¿Como es que siendo viajero, según parece, no la ha visitado antes?
—¿.La Martinica? Bueno, sentía cierta desgana. Aquí asesinaron a un buen amigo mío.
Los hermosos ojos de madame son una pizca menos amables que antes. Hace una lenta declaración:
—El asesinato es un caso raro por acá. No somos gente violenta. Serios, pero no violentos.
—Serios. Sí. En los restaurantes, en las calles, incluso en las playas, la gente tiene unas expresiones bastante severas. Parecen muy preocupados. Como los rusos.
—No debe olvidarse que aquí la esclavitud no terminó hasta 1848.
No puedo establecer la relación, pero no pregunto, pues ya esta explicando:
—Además, Martinica es trés cher. Una pastilla de jabón comprada en París por cinco francos, aquí cuesta el doble. Todo cuesta el doble de lo debido, porque todo es de importación. Si esos revoltosos consiguieran lo que quieren, y Martinica se hiciera independiente de Francia, sería el fin. Martinica no podría existir sin subvención de Francia. Sencillamente, pereceríamos. Alors, algunos de nosotros tienen expresiones serias. Pero, hablando en términos generales, ¿encuentra usted atractivos a los habitantes?
—A las mujeres. He visto a algunas sorprendentemente hermosas. Cimbreantes, suaves, de posturas magníficas, arrogantes; con una estructura ósea tan fina como la de los gatos. Además, poseen cierta fascinante agresividad.
—Eso es de la sangre senegalesa. Aquí tenemos muchos senegaleses. Pero a los hombres, ¿no les encuentra usted tan atractivos?
—No.
—Estoy de acuerdo. Los hombres no son atractivos. Comparados con nuestras mujeres, resultan improcedentes, sin carácter: vin ordinaire. Martinica, comprende usted, es una sociedad matriarcal. Cuando ese es el caso, como en la India, por ejemplo, entonces los hombres nunca llegan a mucho. Veo que está mirando a mi espejo negro.
Lo estoy mirando. Mis ojos lo consultan aturdidos: quedan fijos en el contra mi voluntad, como a veces lo están por los absurdos destellos de un aparato de televisión mal ajustado. Tiene esa clase de frívolo poder. Por consiguiente, lo describiré con todos sus pormenores; a la manera de esos novelistas franceses de avant-garde, quienes al prescindir de la narración, del personaje y de la estructura, se limitan a párrafos de una página de extensión donde detallan los contornos de un solo objeto, el mecanismo de un movimiento aislado: un tabique, una blanca pared con una mosca vagando a su través. Así: el objeto de la sala de visitas de madame es un espejo negro. Tiene siete pulgadas de alto y seis de ancho. Esta enmarcado en una caja de gastado cuero negro en forma de libro. De hecho, la caja yace abierta encima de una mesa, igual que si fuera una edición de lujo puesta para cogerla y hojearla, pero en ella no hay nada que leer ni que ver, salvo el misterio de la misma imagen de uno proyectada por la superficie del espejo negro antes de alejarse hacia sus profundidades sin fin, hacia sus corredores de oscuridad.
—Perteneció a Gauguin —explica ella—. Ya sabe usted, por supuesto, que vivió y pinto aquí antes de establecerse entre los polinesios. Este era su espejo negro. Eran artefactos bastante comunes entre artistas del siglo pasado. Van Gogh uso uno. Igual que Renoir.
—No logro entenderlo. ¿Para que los usaban?
—Para refrescar su visión. Para renovar su reacción al color, las variaciones tonales. Tras una sesión de trabajo, con los ojos fatigados, descansaban mirando al interior de esos espejos oscuros. Igual que en un banquete los gourmets vuelven a despertarse el paladar entre platos complicados, con un sombat de citron —levanta de la mesa el pequeño volumen que contiene el espejo y me lo tiende—. Lo use a menudo, cuando tengo los ojos debilitados por tomar demasiado sol. Es sedante.
Sedante, y también inquietante. La oscuridad, a medida que uno mira dentro de ella, deja de ser negra, pero se convierte en un extraño azul plateado: el umbral de visiones secretas. Como Alicia, me siento al comienzo de un viaje a través de un espejo, recorrido que vacilo en emprender.
A lo lejos oigo su voz, recelosa, serena, cultivada:
—¿Así que tenía usted un amigo al que asesinaron aquí?
—Sí.
—¿Un americano?
—Sí. Era un hombre de mucho talento. Músico. Compositor.
—¡Ah! Ya me acuerdo. ¡El hombre que escribía operas! Judío. Llevaba bigote.
—Se llamaba Marc Blitzstein.
—Pero eso fue hace mucho tiempo. Quince años, por lo menos. O más. Entiendo que se aloja usted en el hotel nuevo. La Bataille. ¿Cómo lo encuentra?
—Muy agradable. Con un poco de alboroto, porque están abriendo un casino. El encargado del casino se llama Shelley Keats. Al principio creí que era una broma, pero resulta que es su nombre auténtico.
—Marcel Proust trabaja en Le Foulard, ese pequeño y excelente restaurante marisquero de Schoelcher, el pueblo de pescadores. Marcel es camarero. ¿Le han decepcionado nuestros restaurantes?
—Sí y no. Son mejores que en cualquier otra parte del Caribe, pero demasiado caros.
—Alors. Como he observado, todo es de importación. Ni siquiera cultivamos nuestras propias verduras. Los nativos son demasiado desganados —un colibrí penetra en la terraza y con la mayor naturalidad del mundo, se queda suspendido en el aire—. Pero nuestros mariscos son extraordinarios.
—Si y no. Jamás he visto unas langostas tan enormes. Absolutas ballenas; criaturas prehistóricas. Pedí una, pero era tan insípida como el yeso, y tan dura de masticar que se me cayó un empaste. Es como la fruta de California: esplendida a la vista, pero sin gusto.
Sonríe, no de contento:
—Pues le pido disculpas —y yo lamento mi crítica, y me doy cuenta de que no me estoy comportando con mucha gracia.
—La semana pasada comí en su hotel. En la terraza que da a la piscina. Me quede sorprendida.
—¿Por qué?
—Por las bañistas. Las damas extranjeras reunidas en torno a la piscina sin llevar nada por arriba y muy poco por abajo. ¿Esta permitido eso en su país? ¿Mujeres que se exhiban prácticamente desnudas?
—¡No en un lugar tan público como la piscina de un hotel.
—Exactamente. Y no creo que deba tolerarse aquí. Pero, claro, no podemos permitirnos que se incomode a los turistas. ¿Se ha aburrido usted con alguna de nuestras atracciones turísticas?
—Ayer fuimos a ver la casa donde nació la emperatriz Josefina.
—Nunca aconsejo a nadie que vaya a visitarla. Ese viejo, el conservador, ¡que charlatán! Y no se cual es peor, si su francés, su inglés o su alemán. ¡Que pelmazo! Como si el viaje hasta allá no fuera lo bastante fatigoso.
Se va nuestro colibrí. Muy a lo lejos oímos bandas de percusión, panderetas, coros de borrachos (Ce soir, ce soir nous danserons sans chemise, sans pan talons: Esta noche, esta noche bailaremos sin camisa, sin pantalones), sonidos que nos recuerdan que es la semana de Carnaval en Martinica.
—Normalmente —proclama— me voy de la isla durante el Carnaval. Se pone imposible. El griterío, el hedor.
Al planear esta experiencia martiniqueña, que incluía viajar con tres compañeros, no sabía yo que nuestra visita coincidiría con el Carnaval; como nativo de Nueva Orleáns, estaba harto de tales cosas. No obstante, la variante martiniqueña demostró ser sorprendentemente vital, espontánea y vivida como la explosión de una bomba en una fabrica de fuegos artificiales.
—Mis amigos y yo lo estamos disfrutando. Anoche desfiló un grupo maravilloso: cincuenta hombres llevando paraguas negros y sombreros de copa, con los huesos del esqueleto pintados en el torso con pintura fosforescente. Adoro a esas viejas damas con pelucas de lentejuelas doradas y adornos de metal brillante pegados por toda la cara. ¡Y todos esos hombres que llevan los blancos vestidos de novia de sus mujeres! Y los millones de niños llevando cirios, refulgentes como luciérnagas. En realidad, casi nos ocurrió una desgracia. Tomamos prestado un coche del hotel, y justo cuando llegamos a Fort de France, avanzando lentamente por en medio de la multitud, se nos reventó una rueda e inmediatamente quedamos rodeados de rojos diablos con tridentes...
Madame se divierte:
—Oui. Oui. Los muchachitos que se visten como demonios colorados. Eso viene de siglos atrás.
—Si, pero se pusieron a bailar encima del coche. Causando enormes destrozos. El techo era una absoluta plataforma de samba. Pero no podíamos abandonarlo, por miedo de que lo destruyeran por completo. De modo que el más caluroso de mis amigos, Bob McBride, se presto a cambiar la rueda allí mismo. El problema era que llevaba un traje nuevo de hilo, blanco, y no quería echarlo a perder.
—En consecuencia, se desvistió. Muy sensato.
—Al menos fue divertido. Ver a McBride, que es un tipo muy formal, en calzoncillos y tratando de cambiar una rueda con la locura del Mardi Gras haciendo remolinos a su alrededor, mientras diablos rojos lo aguijaban con tridentes. Tridentes de papel, por fortuna.
—Pero mister McBride tuvo éxito.
—Si no lo hubiese tenido, dudo que yo estuviera aquí, abusando de su hospitalidad.
—No habría pasado nada. No somos gente violenta.
—Por favor. No estoy sugiriendo que corriéramos peligro alguno. Solo era..., bueno parte de la diversión.
—¿Ajenjo? Un peu?
—Una pizca. Gracias.
Vuelve el colibrí.
—¿Y su amigo, el compositor?
—Marc Blitzstein.
—He estado pensando. Vino a cenar a casa, una vez. Lo trajo madame Derain. Y aquella noche estaba aquí lord Snowdon. Con su tío, el inglés que construyó todas esas casas en Mustique.
—Oliver Messel.
—Oui. Oui. Era cuando aun vivía mi marido. Mi marido tenía buen oído para la música. Le pidió a su amigo de usted que tocara el piano. Tocó varias canciones alemanas —ahora se ha puesto de pie, y me doy cuenta de lo exquisita que es su figura, lo etérea que parece, perfilada en el verde delicado de su vestido parisiense—. Me acuerdo de eso, pero no puedo recordar como murió. ¿Quién lo mató?
Durante todo el rato, el espejo negro ha reposado en mi regazo, y una vez más mis ojos buscan sus profundidades. Es extraño adónde nos llevan nuestras pasiones, persiguiéndonos como un azote, obligándonos a aceptar sueños indeseables, destinos inoportunos.
—Dos marineros.
—¿De aquí? ¿De Martinica?
—No. Dos marineros portugueses con permiso de un barco que estaba en el puerto. Se los encontró en un bar. El estaba aquí trabajando en una Ópera, y alquiló una casa. Se los llevó a casa con él...
—Ya me acuerdo. Le robaron y lo mataron a golpes. Fue horroroso. Una tragedia impresionante.
—Un trágico accidente.
El espejo negro se burla de mí. ¿Por que has dicho eso? No fue un accidente.
—Pero nuestra policía cogió a esos marineros. Los juzgaron y condenaron y los mandaron a prisión, a la Guyana. Me pregunto si aún siguen ahí. Le preguntaré a Paulot. El lo sabrá. Después de todo, es el primer presidente del Tribunal de Apelación.
—En realidad, no importa.
—¡Que no importa! Deberían haber guillotinado a esos miserables.
—No. Pero no me disgustaría verlos trabajar en los campos de Haití, quitando insectos de las plantas de café.
Al levantar los ojos del demoníaco brillo del espejo, noto que mi anfitriona se ha retirado momentáneamente de la terraza y ha entrado en su salón umbrío. Resuena un acorde de piano, y otro. Madame esta jugando con el mismo son. En seguida se reúnen los amantes de la música, camaleones escarlatas, verdes, espliego, un auditorio que, alineado en el suelo de terracota de la terraza, se asemeja a una extraña adaptación escrita de notas musicales. Un mosaico mozartiano.
II.-Mister Jones
(Mr. Jones)
Durante varios meses del invierno de 1945 viví en una pensión de Brooklin. No era un lugar sucio, sino una casa agradablemente amueblada, de vieja piedra arenisca, mantenida con una limpieza de hospital por sus dueñas, dos hermanas solteras.
Míster Jones vivía en la habitación contigua a la mía. Mi cuarto era el más pequeño de la casa y el suyo el más amplio, una hermosa habitación soleada, lo que estaba muy bien, porque míster Jones jamás salía de ella: todo lo que necesitaba, la comida, la compra, el lavado de ropa, era atendido por las maduras patronas. Además, no le faltaban visitas; por lo general, una media docena de personas diferentes, hombres y mujeres, jóvenes, viejas, de mediana edad, frecuentaban diariamente su habitación desde por la mañana temprano hasta últimas horas de la tarde. No era traficante de drogas ni adivino; no, iban simplemente a hablar con él y por lo visto, le hacían pequeños regalos de dinero por su conversación y consejo. De no ser así, carecía de medios manifiestos para mantenerse.
Yo nunca entablé conversación con míster Jones, circunstancia que desde entonces he lamentado a menudo. Era un hombre guapo, de unos cuarenta años. Esbelto, de pelo negro y rostro distinguido; de cara pálida y descarnada, pómulos salientes y un lunar en la mejilla izquierda, un pequeño defecto carmesí en forma de estrella. Llevaba gafas con montura de oro y cristales oscuros como boca de lobo: era ciego, y también inválido; según las hermanas, el uso de las piernas le fue arrebatado por un accidente de la infancia, y no podía desplazarse sin muletas. Siempre iba vestido con un recién planchado traje de tres piezas gris oscuro o azul, y una corbata discreta: como si estuviera a punto de salir para una oficina de Wall Street.
Sin embargo, como digo, nunca abandonaba sus dominios. Simplemente se sentaba en su alegre habitación, en un cómodo sillón, y recibía visitas. Yo no tenía idea de por qué iban a verlo aquellas personas de aspecto más bien ordinario, ni de qué hablaban, y yo estaba demasiado preocupado con mis propios asuntos como para extrañarme de ello. Cuando me picaba la curiosidad, me figuraba que sus amigos habrían encontrado en él a un hombre inteligente y amable, que sabía escuchar bien y a quien se confiaban y consultaban sus problemas: una mezcla entre sacerdote y terapeuta.
Míster Jones tenía teléfono. Era el único inquilino con línea particular. Sonaba constantemente, a menudo después de medianoche y a horas muy tempranas, como las seis de la mañana.
Me mudé a Manhattan. Algunos meses después volví a la pensión para recoger una caja de libros que dejé allí guardados. Mientras las patronas me ofrecían té y pastas en su «salón» de cortinas de encaje, pregunté por míster Jones.
Carraspeando, una de ellas dijo:
—Eso está en manos de la policía.
La otra explicó:
—Hemos dado parte de él como persona desaparecida.
La primera añadió:
—El mes pasado, hace veintiséis días, mi hermana le subió el desayuno a míster Jones, como de costumbre. No estaba. Todas sus pertenencias seguían allí. Pero él se había marchado.
—Qué raro...
—...que un hombre totalmente ciego, un inválido paralítico...
Diez años pasan.
Ahora es una tarde de diciembre, con un frío de cero grados, y estoy en Moscú. Viajo en un vagón del metro. Sólo hay otros pocos pasajeros. Uno de ellos es un hombre sentado frente a mí, que lleva botas, un abrigo grueso y largo y un gorro de piel de estilo ruso. Tiene ojos brillantes y azules, como de pavo real.
Tras un momento de duda, lo miro embobado porque aun sin las gafas oscuras, no hay equivocación sobre aquel rostro distinguido y descarnado, con sus pómulos salientes y el lunar rojo en forma de estrella.
Me dispongo a cruzar el pasillo y hablarle cuando el tren llega a una estación, y míster Jones, sobre un par de espléndidas y robustas piernas, se levanta y sale del vagón. Rápidamente, la puerta se cierra tras él.

un poco de television de la buena, la que es cultural

http://www.youtube.com/watch?v=3z_Rja8C8o8


http://www.youtube.com/watch?v=Z3fCNSR3m8M


http://www.youtube.com/watch?v=i0cGjdnzlN0


http://www.youtube.com/watch?v=GkcGLmFe2xI&feature=related

Los microcuentos..............




Los microcuentos, también llamados microrrelatos, minicuentos o hiperbreves, son textos que narran historias de forma condensada. Los hay de muchos tipos y de variada extensión (una sola línea, 10, 20...).







EL HOMBRE INVISIBLE
Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello.
Gabriel Jiménez Emán

CUENTO DE HORROR
La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones
Juan José Arreola
LA ÚLTIMA CENA
El conde me ha invitado a su castillo. Naturalmente yo llevaré la bebida
Ángel García Galiano
MOLESTIA
Sentí una molestia muscular, era la quinta vez que yo nacía.
Enrique Vila-Matas
E-MAIL
http://www.AnayCarlosSeConocieronPorInternet.EstánAtrapadosEnEl@mor.hothothotmail.fin/
Cuca Canals

CRUCE
Cruzaba la calle cuando comprendió que no le importaba llegar al otro lado.
Arturo Pérez Reverte

CADA COSA EN SU LUGAR
Hay dramas más aterradores que otros. El de Juan, por ejemplo, que por culpa de su pésima memoria cada tanto optaba por guardar silencio y después se veía en la obligación de hablar y hablar y hablar hasta agotarse porque el silencio no podía recordar dónde lo había metido.
Luisa Valenzuela

PALABRAS PARCAS
Abelardo, Arsaín, astuto abogado argentino, asesino agudo, apuesto, ágil aerobista acicalado. Atento. Amable. Amigo asiduo, afectuoso, acechante. Ambicioso. Amante ardiente, arrecho. Autoritario. Abrazos asfixiantes, ansiosos, asustados. Aluvión apagado, artefacto ablandado, apocado. Agravado. Altamente agresivo, al acecho. Abelardo Arsaín. Arma al alcance, arremete artero, ataca arrabiado, asesina. Atrapado. Absuelto: autodefensa. ¡Ay!
Luisa Valenzuela
EL ESPEJO CHINO
Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz y su mujer le pidió que no se olvidase de traerle un peine.
Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se reunió con unos compañeros, y bebieron y lo celebraron largamente. Después, un poco confuso, en el momento de regresar, se acordó de que su mujer le había pedido algo, pero ¿qué era? No lo podía recordar. Entonces compró en una tienda para mujeres lo primero que le llamó la atención: un espejo. Y regresó al pueblo.
Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus campos. La mujer se miró en el espejo y comenzó a llorar desconsoladamente. La madre le preguntó la razón de aquellas lágrimas.
La mujer le dio el espejo y le dijo:
-Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:
-No tienes de qué preocuparte, es una vieja.
Anónimo

EL SUEÑO DEL REY
-Ahora está soñando. ¿Con quién sueña? ¿Lo sabes?
-Nadie lo sabe. -Sueña contigo. Y si dejara de soñar, ¿qué sería de ti?
-No lo sé.
-Desaparecerías. Eres una figura de su sueño. Si se despertara ese Rey te apagarías como una vela.
Lewis Carroll

LA GORRA
Nadie logró dar con una explicación lógica para el sorprendente hecho, pero el día que Nando, el cartero del barrio, fue atropellado por un tranvía, iba vestido únicamente con su gorra.
Kaveri

UNA PEQUEÑA FÁBULA

¡Ay! -dijo el ratón-. El mundo se hace cada día más pequeño. Al principio era tan grande que le tenía miedo. Corría y corría y por cierto que me alegraba ver esos muros, a diestra y siniestra, en la distancia. Pero esas paredes se estrechan tan rápido que me encuentro en el último cuarto y ahí en el rincón está la trampa sobre la cual debo pasar.
-Todo lo que debes hacer es cambiar de rumbo -dijo el gato... y se lo comió.
Franz kafka

EL POZO
Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.
Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.
Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse.
En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior.
"Este es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.
Luis Mateo Díez
EL LOCO
Dejó atrás todo, y ahora hace esculturas extrañas que vende a turistas despistados, y aprende trucos de magia que jamás muestra a nadie. Cree tener cosas que contar, reflexiones nunca dichas, nunca escritas, pero nadie quiere oírlo, ni a él le gusta hablar con gente. Antes, cuando era contable, cada día se parecía a otro día, y soñaba con vivir así, pero sin latas de comida y sin frío. Ahora es libre, o algo parecido, y no tiene que explicarse ante nadie, y come cuando quiere y hace lo que quiere. Pero, incluso ahora, cada día es igual al anterior.
Jordi Cebrián

LA EXTRANJERA
Se han apoyado en la baranda del faro. Han llegado hasta aquí sin miedo.
Atraídos por el amor al vértigo. Guiados por una flecha insolente de la noche. Ella mira hacia abajo. El mar la deslumbra. Olas hinchadas como venas patean su rabia contra la muralla de rocas. Él le pide: Ámame.
Ella no responde. Es joven y cierra los ojos como si estuviera viviendo muchas muertes. Ella teme saltar. Él le reclama: Bésame. La luz del faro indaga por las cosas perdidas y los encuentra a ellos. Amantes de las sombras son el blanco del silencio. Ella quiere saltar porque en su garganta tiene un nudo de reproches. Como él no pregunta, tampoco ella le responde. Su pasado es un mapa deshecho. Viene de un país hundido. No resulta fácil decir lo que se piensa. Y ella piensa demasiado. Ahora abre los ojos para ver el naufragio de su alma. Él la abraza como si quisiera desnudar su rabia. Ella le pide: Mátame.
Nuria Amat
EL DRAMA DEL DESENCANTADO
...el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.
Gabriel García Márquez

PAN BAJO LOS PÁRPADOS 76 lecturas
Si quisiera podria ir recorriendo todas las habitaciones e ir contando todos los azulejos y todas las fracciones de azulejo que van cubriendo el suelo. Podría abrir el gas de la cocina y al cabo de unas horas encender un cigarrillo. Podría cortarme los cabellos y echarlos a la tortilla. Degollar al periquito. Oler la pared, golpear la pared, pintar la pared. Mirar el mar, hervir las tortugas, comerme las uñas, fundir seis o siete velas, romperme la cara a macetazos, arrojarme por las escaleras... Pero como siempre, al final cojo la ventana y me la guardo en el bolsillo.
Anónimo aquí

HOSTAL EN LA CIUDAD VIEJA
Sobre la mesilla, junto al despertador, reposa un libro de título curioso: Guía de edificios apuntalados de interés. En la página 37 tiene disimulada una errata: donde dice “Caso antiguo”, debería decir “Casco antiguo”.El turista sueña toda la noche con paredes que encima se le caen, sin poderlo remediar. Se trata de una pesadilla con errata o clave camuflada: además del sueño de un turista, es un sueño futurista.
Hipólito G. Navarro

UN TIPO
Era bastante imbécil. Trabajaba en uno de esos parques temáticos. En invierno se vestía de Silvestre y en verano de Piolín. Los psiquiatras le diagnosticaron síndrome de doble personalidad. Era bastante imbécil. Sonreía dentro de la careta cuando le hacían una foto. Murió el año pasado. Un chaval precoz de once años con pelo largo y ojos guionados le prendió fuego a la poliamida con la punta de un cigarro.El pobre imbécil se pasaba la mitad de un año persiguiendo y la otra mitad perseguido, la mitad de un año de blanco y negro y la otra mitad amarillo y naranja. Cada uno de esos trajes representaba una personalidad y una temporada, igual que el olor a pipas impregnaba sus tardes de domingo. Su pobre mujer guarda el único traje de trabajo dentro del ropero, en un sepulcro hecho con miles de bolitas de alcanfor, como si fuera un monumento marca ACME. Murió en verano, así que es Silvestre el que yace en el armario.
Fabio Rodríguez de la Flor

EL BOLI
En el sótano de la fábrica F hacen monómeros a partir de derivados del petróleo, los cuales se transforman en polímeros o resinas sintéticas cuando interviene un catalizador. Las resinas sintéticas se suben a la planta principal y se dividen en la cadena A y en la B. En la primera se le añaden elementos termoestables, se calientan, se moldean y producen tubitos de plástico endurecido, recto, hexagonal de 7 milímetros de diámetro y 13 centímetros de longitud, y ligeramente biselado al final. En la cadena B los polímeros se convierten en un poliestireno flexible, que por inyección se transforma en un tubo que cabe en el interior del primero. En la cadena C se acoplan ambos, se pone en la punta un cono metálico dorado con una bolita diabólica y se rellena el interior de tinta (un disolvente mezclado con negro de humo, azul de Prusia, amarillo de cromo u otros pigmentos), se coloca una tapa y un capuchón también de plástico, y ya está hecho el bolígrafo. Parecen todos iguales, pero ca, miles de ellos sólo valen para que los muerdan por atrás los niños, los estudiantes y los oficinistas; otros miles van a parar en exclusiva a las orejas de los comerciantes; también hay miles de ellos que reposan eternamente sin hacer nada en bolsillos de chaquetas o camisas; algunos de estos últimos, rebeldes, eyaculan por su cuenta, destrozan las blusas y son arrojados a la basura; los hay a millares que no hacen más que quinielas; otros muchos se pierden y, en fin, la mayoría de ellos tiene tinta sin misterio. Pero uno entre cien millones lleva en su interior media novela; busca, trabaja con dos de éstos y ya la tienes completa.
Jaime de Nepas

NO DEBERÍA HABER TELÉFONOS EN EL HOGAR DE UN MINERO
Marisa no tuvo que levantar el auricular para saber lo que le iban a decir al otro lado del hilo telefónico: eran las cuatro menos diez de la madrugada y Jaime estaba en el pozu... pero lo levantó. —Marisa, oye mira que soy Serafín, ¿tas bien?, vete a buscar a la mi muyer, nun tes sola, ye que mira... Marisa oye dime algo... Marisa colgó el teléfono sin decir nada, arropó a Jacobo que dormía en la cuna y comenzó a llorar. Al poco, sonó el timbre. Eran las vecinas. Ellas tampoco dijeron nada.
Aitana Castaño

MÚSICA
Las dos hijas del Gran Compositor -seis y siete años- estaban acostumbradas al silencio. En la casa no debía oírse ni un ruido, porque papá trabajaba. Andaban de puntillas, en zapatillas, y sólo a ráfagas, el silencio se rompía con las notas del piano de papá.
Y otra vez silencio.
Un día, la puerta del estudio quedó mal cerrada, y la más pequeña de las niñas se acercó sigilosamente a la rendija; pudo ver cómo papá, a ratos, se inclinaba sobre un papel, y anotaba lago.
La niña más pequeña corrió entonces en busca de su hermana mayor. Y gritó, gritó por primera vez en tanto silencio:
-¡La música de papá, no te la creas...! ¡Se la inventa!
Ana María Matute